Cualquiera de nosotros, en nuestro
día a día, usamos nuestro pensamiento constantemente. Este tiene una indudable
utilidad práctica que nos permite desenvolvernos con éxito por medio de la resolución
de ingentes problemas que se presentan en nuestras vidas: desde minúsculos
dilemas como qué pantalón ponerte o qué tomar junto al café de la mañana, hasta otros mucho más trascendentes como escoger
pareja o profesión. El enorme valor de la capacidad de este para mejorar
nuestras vidas nos hace “estar enamorados de esta capacidad”; podría decirse
que disfrutamos resolviendo cualquier problema y buscamos hacerlo
continuamente.
Por desgracia, esa gran virtud de
nuestro pensamiento puede tornarse en gran defecto cuando se utiliza en un
contexto inadecuado. Así, al igual que es habitual el enfrentarnos de manera
continua a numerosos problemas, también son normales las situaciones en las que
no existe la solución que encontrar o, dicho de otra manera, el dilema a
resolver. Es muy común enfrentarnos a cuestiones a las que “por muchas vueltas
que les demos” no nos será posible encontrar nada que nos permita solventar
la inquietud que nos crean: por ejemplo, cuando nos castigamos por aquello que
hicimos tan mal o nos preocupamos por la desgracia que nos podrá pasar. Momentos
en los que nuestra predisposición es a usar el pensamiento en la manera que más
nos gusta, como herramienta de solución de problemas; logrando todo lo
contario, enrocarnos en un viaje interminable que, en lugar de encontrar puntos
de destino, solamente genera un camino cada vez más tortuoso e interminable.
Como dice esta famosa frase hecha, “al Cesar lo
que es del Cesar”: cuando se ha de resolver algo, buscar la solución nos
ayudará, cuando esto no es así, no buscar es la solución.